Isidoro Moreno
Tras el fracaso en las últimas elecciones y la consiguiente desaparición del andalucismo político del Parlamento de Andalucía, muchos se han apresurado a extender su certificado de defunción. No pocos comunicólogos y los jacobinos de siempre han aprovechado para resucitar la vieja tesis de negar la propia existencia tanto de conciencia como de sentimiento andaluz: Andalucía sería sólo una región de España, no existiría como pueblo sino como entidad geográfico-administrativa, y no tendría una cultura propia sino ciertos rasgos folklóricos que o bien deberían desaparecer, porque son lastres a superar, o mantenerse sólo como recurso para el mercado turístico.
Otros, que viven económica o intelectualmente de los tópicos andaluces -mediante la insistencia acrítica en ellos o la insistencia en su critica tópica-, han adjudicado al PSOE de Chaves la etiqueta de “andalucista” para procurar seguir viviendo de lo mismo. Y los publicistas de la derecha dura se han inventado la etiqueta del “andalucismo españolista” o “españolismo andalucista” (?) para tratar de atraer a algunos ex-andalucistas hacia el PP. Existe casi total unanimidad en que asistimos a la liquidación del andalucismo, al menos el político. Tanto más, cuanto que el “bipartidismo imperfecto” -la imperfección la constituyen los seis parlamentarios de Izquierda (des)Unida- se ha adueñado, parece que con casi general satisfacción, del Parlamento andaluz y éste camina hacia la homologación con Comunidades del peso político de Castilla-La Mancha, Extremadura o Murcia.
En cualquier caso, parece cierto que ha concluido una larga etapa de creciente debilitamiento del que ha sido el referente político-electoral más importante del andalucismo, que nació como ASA (Alianza Socialista de Andalucía) todavía bajo el franquismo y luego pasó a ser PSA, PSA-PA y PA. Un partido que comenzó su proceso de autodestrucción -siempre fomentado desde el PSOE- en el mismo momento de sus mayores éxitos: grupo parlamentario en el Congreso de los Diputados en 1979, alcaldías importantes y muchas concejalías ese mismo año, representantes en el Parlamento catalán, apoteosis andalucista el 28-F… La torpeza, el oportunismo y los enfrentamientos internos llevaron al fracaso en la gestión de estos éxitos, a no aprovecharlos para extender y profundizar la conciencia andalucista, y generaron el mayor problema arrastrado durante casi treinta años: la falta de credibilidad y de proyecto ideológico-político. La obsesión ha sido siempre mantener algunos puestos de poder ofreciéndose como muleta de apoyo a unos y otros. Y la estrategia para ello, el no pronunciarse con claridad sobre las cuestiones y problemas centrales de Andalucía y del mundo. Y así, evidentemente, no se consolidan respaldos y ni siquiera se logra respeto. Esto es lo que explica, principalmente, que cuando en los últimos tiempos se han adoptado algunas posiciones claras, respecto, por ejemplo, a la reforma del Estatuto de Autonomía, ello haya sido considerado otra pirueta oportunista y no haya impedido el previsible fracaso electoral.
Es claro que el modelo de partido y la estrategia diseñada a finales de los setenta por sus líderes de entonces está más que agotado. Pero ello no significa que no exista un espacio político andalucista. Primero, porque Andalucía, por poseer identidad histórica, identidad cultural e identidad política tiene los tres requisitos para autoafirmarse como nación -en el propio Estatuto es definida como nacionalidad e incluso como realidad nacional-. Segundo, porque, como señalaban hace unos años los profesores Del Pino Artacho y Bericat, en su análisis de la Encuesta Mundial de Valores, casi un tercio de los andaluces, exactamente un 27,5% del total, declara sentirse “más andaluz que español” o “sólo andaluz” (frente a sólo un 10,5% en la posición contraria), un porcentaje que jamás ha tenido reflejo electoral. Y, tercero, porque incluso si todo lo anterior no fuera así, que lo es, habría necesidad de un proyecto para defender los intereses de nuestra tierra, de nuestra gente y de nuestra cultura que en modo alguno cabe en los dos modelos de gestión del capitalismo globalizado neoliberal que representan el PP (su versión más dura) y el PSOE (su versión edulcorada). Y que tampoco, por múltiples razones, puede tener sitio en IU (si es que ésta sigue existiendo).
No estoy de acuerdo, por tanto, con quienes pregonan el fin de la historia del andalucismo político. Se ha cerrado -y espero se haga con dignidad- una etapa y deberá abrirse otra. Pese a todas las dificultades, ha de surgir un nuevo andalucismo que recoja las experiencias e ideas positivas desde Blas Infante, y aún desde más atrás, hasta hoy y que, a la vez, se sitúe en el presente en base a análisis rigurosos y una estrategia clara y sin complejos. Ha de surgir porque es imprescindible para que Andalucía tenga futuro como pueblo. Y aunque no siempre lo necesario es posible, permítanme que sea optimista al respecto: siempre, claro está, que no se pretenda construir sobre la base de ideas y personas caducadas ni a partir de restos averiados de diversos naufragios.